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          domingo, julio 27, 2003
 
Liberación
El jueves por la noche celebramos algo. El verano, dos cumpleaños, qué más da. Llegada cierta edad uno no debe plantearse el porqué de ninguna celebración, el sentido de ninguna fiesta, debe o debería entregarse, abandonarse a ella con la sombra, con la amenaza, con el límite del camino muy presente. Cada vez quedan menos, sí. Cada vez es más complicado organizar nuestras vidas (de niños grandes repletas de cosas -trabajos, casas, familias- que nos producen esa extraña mezcla de ansiedad y sustento que es el día a día) para coincidir, para propiciarse ese lapso donde todo se conjura -la atmósfera, el buen rollo, la música, los estimulantes-, donde todos los elementos se distribuyen de manera correcta. Cuando eso pasa -y el jueves fue uno de esos raros días- hay una ley moral interna que dicta no dejar pasar la ocasión, que grita: libérate, déjate llevar. Hay toda una liturgia del momento, del hedonismo que suscribimos punto por punto. Son esos instantes en que una cierta verdad se abre paso, en los que con la coartada de la embriaguez, cierta sinceridad se apodera de la gente, se cuentan cosas, se baila desmesuradamente, se galantea -grotescamente. Es, definitivamente, el rollo de la experiencia, de la otra dimensión hippy. Uno se encuentra en otro espacio, donde las distancias se distorsionan y construyen otras conveniencias, donde se diluye el saber estar y lo adecuado. Bendito alcohol.
Ser como el viento. El río que nos lleva. Algo de esa sensación tuvo la fiesta. Sí, ya sé, willy, también estaba, como telón de fondo, ese vértice espectral del que hablas, pero qué decirte, me sentí orgulloso de como el grupo fue capaz de sobreponerse a ciertos biorritmos -cansados, de vuelta- muy presentes. Sentí un halo de comunidad, de ¿futuro? que me hacen, hoy, postear con una luz positiva. Era todo tan bonito (velas, antorchas -impagable la parida "parece el consejo de la isla" y sus secuelas-, mesas bajas, cojines, majestuosa carpa, la pantagruélica cena, repleta de exquisiteces nouvelle, la mesita del dj al fondo) que me convertí en un personaje de jordi labanda y os dibujé así a todos, de tan guapos cómo os veía, de tan irresistible me pareció la escena.
Durante los postres, Gorka nos había introducido en una especie de programa de Tocata con una lectura descontextualizadora que recordó a The Avalanches/El coche fantástico/Giorgio Moroder/Super Detective en Hollywood/La prehistoria del tecno y nos hizo ensayar pasos y posturas robóticas.
Y cuando terminamos de cenar, y hubo ese impasse plof, entonces ocurrió un pequeño instante mágico. Empezó L a pinchar, olvidándose por unas horas de su perfil más ruidista, y movidos por los resortes sentimentales infalibles (animal nitrate de suede y born of frustration de james), desmontamos mesas y sillas en un santiamén y convertimos aquello en una pista de baile. Buf, mil gracias a L por esa sesión, por esa catarata de hits, por esa lectura desacomplejada (muy de ahora) de los 80 y los 90, de aquellos nuestros maravillosos años. Sí, suena a retro, pero hay maneras y maneras. Y aquello fue fresco, y fantástico. Del after-punk de The Cure al tecno de Depeche Mode, del madchester de Flowered Up a una joya de unos Pavement primerizos, con paradas kitsch en Propaganda o Nick Kershaw -verdaderas cimas de la fiesta.
Allí se citó ese aire no viciado -aún-, ese espíritu de sentirse orgulloso de lo vivido, de nuestro presente, de cómo somos y de porqué somos así. Hay algo emocionante en ver a la gente desinhibida, resuelta, no rendida. Aún con la edad de oro en las pupilas.




          lunes, julio 21, 2003

 
Otro ladrillo en el muro del lenguaje
Algunas de las más violentas discusiones de mi vida han sido por escrito. En todas he tenido la audacia dialéctica, el arrojo de ir varios pasos más delante de lo que nunca habría hecho en persona. En todas he tenido la sensación de estar, por fin, siendo fiel a mí mismo, no traicionándome, no siendo condescendiente. En todas, de alguna manera, pasado el tiempo y la pulsión, me he acabado arrepintiendo de la excesiva frialdad, del carácter demasiado técnico, de lo pulido del estilo, de la prisión de unas palabras que acaban por no representar la pureza del diálogo y volar autónomas para convertirse en literatura –inerte.

Mil kilómetros me separan de mi mejor amigo. A veces, por teléfono, se duplican. Hay algo insalvable en ese tipo de conversaciones, un agujero negro que cuesta remontar. De qué hablar? El día a día está fuera de lugar –por la distancia y lo diferido-, así pues parece que, dado lo espaciado de los diálogos, hay que abordar lo esencial, aquello que nos une y nos diferencia de otra gente. Pero resulta frío, y antinatural, y faltan las miradas, y el olor, y la ropa: el paisaje.

En ocasiones, entre las líneas vectoriales del correo electrónico, en los blancos que recortan la tipografía, en la pulpa del papel, en un retorno de carro, en una frase con final sorpresa, en un punto y coma, en un verbo mal elegido, en un balbuceo, el corazón se exalta, y la distancia se evapora. Y se reencuentra con la cercanía y la afinidad, y lo esencial parece encontrar su medio adecuado.

Llevo casi un año con esto. Es un diario, pero no es íntimo. Lo doy a leer, es público. A veces hablo en él de cosas que me queman y en otras de temas coyunturales. A veces lo hago para mí y en las más busco, abiertamente, compañía. En ningún caso está escrito en el tono que tendría de ser secreto, cerrado, de alcoba. Entre otras cosas porque yo nunca tendría un diario personal. Sería muy aburrido. Necesito –en su virtualidad, en su ilusión- audiencia. Es, por tanto, algo impostado, artificial. Pero bueno, es el mecanismo del que se nutre todo el arte. Hablar para alguien (virtual).
Llevo todo este tiempo tejiendo una trama, construyendo una pared, un púlpito desde el que hablar, desde el que elevarme unos centímetros y otear y gritar y ser visto. Esta situación está teñida de incomunicación y antinaturalidad, y constantemente tengo la tentación de derribar el muro, de vencer el absurdo, de eliminar la mediación. Pero mentiría si dijera que no me ha ofrecido alguno de los momentos más cercanos, apasionantes y verdaderamente vitales. Si no sintiera que, desde las ventanas de mi muro, visible sólo parcialmente, me siento tan cerca de otras personas, el contacto es tan abrasivo y esclarecedor que hace palidecer el cara a cara. Si no reconociera que, semioculto, de vez en cuando, me hago entender, me doy a conocer de una manera más precisa que en persona.




          lunes, julio 14, 2003

 
Cosas que no dan mucho de sí
1
Me dicen que Lois Pérez Castrillo (alcalde saliente de Vigo del BNG) era un vago y no trabajaba, y que Ventura Pérez Mariño (alcalde entrante del PSOE) no para, llega a las siete de la mañana y se tira todo el día en el ayuntamiento. Me da un poco igual, sólo sé que en sus cuatro años de intervenciones públicas a Castrillo siempre me lo creí; me pareció siempre todo lo honesto, sensato y centrado que se puede ser en un berenjenal así. Lo que hiciera o dejara de hacer en su gestión es un problema que como poco, le excede. No se puede maniobrar con semejante pinza. Tuvo siempre en contra el favor popular por su falta de carisma, por su –engañosa- mansedumbre y por ser demasiado normal, por no marcar distancias.
En cambio, no me trago una sola palabra del sociata Mariño, una de esas personas que saben aparentar esfuerzo y dedicación, uno de esos hombres que nos anegan con su ir y venir, su laboriosidad –irresolutiva. Me dicen, además, que corre todas las mañanas. Como josemari. En cambio, parece obnubilar al ciudadano de provincias con el fulgor de su magistratura en la audiencia nacional, en Madrid. Tiene ese aura de hijo pródigo, de no paria, de elegido, de capitalino. Grave complejo el de las ciudades pequeñas, periféricas. La inferioridad.


   

 
2
Debajo de un peinado ridículo está la cabeza más cabal del hemiciclo. La de Anasagasti. Es al único al que he seguido en los dos últimos debates de la nación. No soy vasco, no vivo allí –lo cual me invalida para decir cualquier cosa, según muchos- pero lo cierto es que cada vez que sale alguien del PNV me parece de lo más racional e inteligente. Lo mismo me pasa con Ibarretxe, ya no con Arzalluz, demasiado showman. Me repito continuamente, no bajes la guardia, es nacionalismo de derechas, son conservadores, pero su discurso acaba muchísimas veces coincidiendo con el mío, hermanándose y sobrepasando por la izquierda a una timorata IU. Intento ponerle todas las pegas a mi predilección por ellos: me digo claro, la típica identificación con otra víctima del centralismo, del enemigo pp. Pero el caso es que leo en una encuesta que los ciudadanos que mejor valoran su sanidad, su educación y sus instituciones públicas son los vascos. Y no me parece casual porque cada vez que los escucho me dan esa impresión. La de que muchas cosas allí van razonablemente bien, que hay cierto orden. Y que eso se silencia. Que una pátina de sangre interesada se añade a la real para teñir la panorámica de un lugar donde se suele pensar por encima de la media.


   

 
3
Voy a Coruña dos veces en 10 días: por mi trabajo, por una mudanza. Bajo el verano, paseando: qué bonita es. Me dice un lugareño que todo el mundo de Coruña es coruñesista, que a todos les gusta su ciudad. Me recuerda un poco a Santander y a Donosti, a ciudades hermosas, algo decadentes, enjoyadas, pijas. Pavos reales. Con charme. Comemos en Oleiros, en santa nosequé, enfrente de un castillo, a la orilla del mar. Todo está cuidado, las rotondas, los parques, los pasos elevados. Se nota el dinerito. Me acuerdo de Vigo. Intento recordar algún vigués que opine bien de su ciudad. Nadie diría que es bonita. Nadie diría que es un sitio para pasear. Lo más contemporáneo que se podría decir de ella es que es un homenaje a la deconstrucción. Lo más cariñoso que un sitio así de hostil te hace estar alerta, despierto.


   

 
4
Hace dos semanas ví en directo a Hood. Empiezan. Buf. Me parecen el típico grupo capaz de todo, tan a la última, tan sólidos, tan en su sitio, tan buenos que… porqué no me gustan más? Ay.



   

 
5
Hay noches en las que no consigo estar cómodo. Salgo a cenar y me apetece, y aprecio a la gente que está conmigo, y los considero interesantes y buenas personas y creo que es recíproco. Pero el caso es que no conecto, hay un muro entre ambos lados de la mesa, no hay confianza. Es como volver a empezar, y me siento como un alien inadaptado a una atmósfera en la cual su organismo se atasca, se reseca. Me digo: qué crío soy, qué coño esperas de las cosas? Y que no es justo para ellos. Pero para mí tampoco lo es.




          domingo, julio 06, 2003

 
La mecánica del azar
Hace ya una década de casi todo. También del encuentro con Paul Auster; en el Babelia, de repente, una crítica a Leviatán. Interés. Olvido. Al mes siguiente, en la última fila del 70, en la Plaza Tetuán de Valencia, una mujer lo lee a mi lado. Tardo en reconocerlo, en recordar la reseña. Unos renglones de su contraportada leídos furtivamente y el encantamiento inmediato. Lo devoré; decir que me gustó sería un reduccionismo, un eufemismo. Me convertí en él. Me incluí en la historia como un alma paralela de los protagonistas, los lugares, las convicciones. Viví en esa novela de ideas, ese ensayo narrativo, ese himno moderno, a ras de suelo, real y utópico, anatomía de la caída y la redención, con homenajes al arte conceptual –Sophie Calle- y la desobediencia civil –Unabomber-, y hasta con dedicatoria/tributo a otro gigante, Don Delillo. Un mapa que desplegar y trazar innumerables líneas infinitas, construir identidades y compromisos, estaciones en el decálogo de conducta. Viví tan intensamente ese libro que no quiero volver a abrirlo. Ni él ni yo ya somos los mismos. Ni seguramente lo mismo.
Un tiempo después leí el también tremendo La invención de la soledad, con esa imagen inmortal del hombre que se construye, apilándo en diferentes combinaciones cajas llenas de objetos, el mobiliario que va necesitando, conforme va volviendo a la vida. Entonces estalló la moda Auster, y su modelo, su arquetipo se hizo fórmula. El novelista de la coincidencia, la paradoja, el azar. Todo el mundo regaló Austers. Leí por entonces El palacio de la luna y se me hizo eterna, la acabé por gratitud. Síntomas de agotamiento, de autoindulgencia, de relajación, de pérdida de frescura. Aquello ya olía a autohomenaje, a rancio. Anunciaba lo que habría de venir. A su sobreexposición literaria se unió su incursión, notable, en el cine como guionista/codirector en Smoke/Blue in the face, y su aventura en solitario de Lulu on the bridge, que no he visto. Tampoco volví a leer nada más. Intenté protegerme, y a él también, por supuesto. Desde entonces he vuelto la cara al escritor de los ojos abisales, infinitos, le he esquivado para mantener, inmarcesible, su recuerdo. La llama que invocara que no todo estaba perdido.

Esa es precisamente la estrategia de lanzamiento de El libro de las ilusiones. El retorno del mejor Auster. Su redención con la crítica. Un nuevo asalto a la gran novela americana. Con esas prerrogativas no tardamos en picar el anzuelo. Ese fue el anhelo que nos hizo volar entre las páginas, saltar de capítulo a capítulo, a la espera de ese clic, de ese momento trascendente que muta lo bueno en imprescindible. No lo hay.
Detrás de esa técnica perfecta, de esa capacidad fabuladora inmejorable, de alguna manera recobrada no se acierta a ver la salida. Uno puede vivir su lectura como el adentramiento en un bosque frondoso, barroco. Repleto de acontecimientos y personajes al límite, descritos con la profusión de un ramaje exuberante. Si uno espera un libro descriptivo, de una concepción de la narratividad llevada al extremo no saldrá defraudado. Hay páginas y páginas donde perderse. Demasiadas, para mi gusto. Muy poca concisión. Recuerdo lo difícil que les resultaba a mis compañeros más avezados en el dibujo, más hábiles, con mayor don natural, prescindir de sus habilidades, dejarlas de lado, no regodearse, no ensimismarse. A Auster le pasa lo mismo, se conoce demasiado bien, sabe de sus fuertes, se abandona a su torrente de historiar, de artificiar, de conectar hechos, situaciones, de diseñar puntos de fuga que acaban invariablemente describiendo un círculo, cerrando un área. Lo casual y lo causal: la fórmula Auster. Ya demasiado reconocible. La mayor ilusión de este libro fantasmagórico es que parece grande. Y probablemente no lo sea.