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          martes, febrero 18, 2003
 
Arco


Arco para el aspirante a artista es la tierra prometida. Supone un horizonte de grandeza no excesivamente utópico, porque tiende una mano –aparentemente- al arte más joven, menos asentado, más rompedor. Es por supuesto un negocio antes que nada, y de los sucios, pero eso es algo que al recién llegado a Bellas Artes el idealismo le impide ver con nitidez, digerir adecuadamente, se tienen demasiadas expectativas como para levantar la moqueta gris. El estudiante se empapa, en cambio, de historias como la de Barceló –en los 80, ahora imagino que en gente como Ana Laura Aláez- , de ascensiones meteóricas, del glamour, el reconocimiento y la fama a temprana edad.
Porque el arte contemporáneo –al menos, su faceta espectacular- sustenta su pujanza en el candor de los artistas jóvenes, con el corazón inflamado de trascendencia, dispuestos a todo y con el umbral de manejabilidad y aguante muy alto. Esa situación se mantiene el tiempo que tardan en conocer las reglas del juego. Entonces los más abandonan sus pretensiones y enfocan su carrera en otros parámetros. Sobreviven los cínicos, que aceptan dichas reglas y se saben manejar, o los que tienen su vida resuelta económicamente. Y luego están los verdaderos artistas –que dan sentido a la palabra.


En nuestra memoria de alumnos están grabados los primeros Arcos con trazo indeleble. Aquellos viajes –350km. que nos parecían toda una aventura- en autobús de viernes a domingo, la camaradería, las pensiones infames, el bocata de calamares de la Plaza Mayor, o las porras del desayuno. O palabras y nombres como El arte y su doble, Fischli&Weiss, Pedro Cabrita Reis, El jardín salvaje, Mike Kelley, Robert Gober, Robert Therrien, James Turrell que parecieron –algo lo hicieron- cambiarnos la vida. O el atuendo planificado con antelación, la tarde del viernes dedicada a las galerías y a la Fundación “La Caixa”, para dejar todo el sábado libre para la feria, donde nos emborrachábamos de nombres y referencias, llenábamos la mochila de papeles inútiles, nos cruzábamos cien veces con los mismos compañeros de la facultad, perseguíamos famosos, admirábamos galeristas, nos enamorábamos en varios pasillos, decíamos hasta la saciedad “que cabrón” o “de cojones”, y nos perdíamos y nos reencontrábamos tirados en el suelo, comiendo un bocadillo, exhaustos, con los pies hinchados. Y ya de noche, salíamos derrotados y empachados pero con el íntimo convencimiento de saber por donde iban los tiros y la mente asimilando, procesando ideas, conceptos, técnicas y soportes que reapropiar en nuestra futura obra, que por supuesto iba a cambiar por completo y generaría muchas alabanzas.
Luego llegaba la jarana nocturna, que amplificaba la sentimentalidad del viaje hasta la histeria. Queríamos ser amigos de todos, queríamos compartirlo todo, eramos todo corazón. Malasaña, algún templo de la movida venido a menos y los bares que desde provincias sonaban míticos: el Agapo, el Cuatro Rosas, La Vía Láctea… fueron escenario de grandes borracheras, amores no compartidos y nacimiento y muerte de eternas amistades. Y ya el domingo nos levantábamos tarde, y resacosos acudíamos al Reina Sofía, a completar la visita. A la salida, alguien propondría ir al Rastro, pero ya era tarde. Nos esperaba un regreso a casa henchido y agridulce, con la suave decadencia de las tardes de domingo.


Como la de hoy, en el momento en que escribimos esto. Horas después de ver en los noticiarios y periódicos la reseñas sobre un Arco al que por primera vez en años no hemos acudido. De comprobar como esas imágenes escogidas responden siempre a criterios de presunta extravagancia, provocación, radicalidad, innovación y originalidad. Es decir, el perfil del arte contemporáneo que se desea proyectar a la población no especializada. Un universo escapista, circense y plegado sobre sí mismo. Un discurso solipsista, un metalenguaje. La estética del mundo, no su esencia. Que pena.








          lunes, febrero 10, 2003

 
La enfermedad moderna


Hasta cuando aguantaremos? Qué más nos queda por pasar? Cuanta angustia nos tocará digerir? Cuantas lágrimas sofocaremos? Cuantas situaciones soportaremos? Cuantos días desagradables nos aguardan? Cuantas cosas no serán como esperábamos? Cuanta suerte nos será esquiva? Cuantas personas nos engañarán? Cuantas concesiones nos asquearán? Cuanta ilusión nos queda todavía? Cuantos amigos más caerán? Cuantas decepciones podremos encajar? Cuanto tiempo nos dominaremos? Cuanta desgracia sufriremos? De qué armas dispondremos para soportar el dolor? Cómo nos aseguraremos un poco de paz? Qué medicinas nos harán dormir? Cómo escaparemos de nosotros mismos? Cómo perderemos de vista el olor a podrido? Cómo encontraremos chispa en lo devastado, lo calcinado, lo exangüe?


Algo le pasa a nuestra generación que no puede con su vida. Año tras año, los mejores de nosotros van retirándose, como en un letargo voluntario, de la primera línea de su existencia. Hartos, desengañados, devorados por la ansiedad, repletos de la amargura que da el desencanto. Inoculados de vacío, de ausencia. Contagiados de desesperanza. Infectados. Ya crónicos. Con el alma en caída libre. Consciente de su inoportunidad, del extravío de su existencia, de su desconexión, de su falta de referencias. De lo que le haría bien, de la carencia.


Qué haremos? Podremos seguir simplemente? Lograremos dejar que el tiempo pase? Cuánto oxígeno nos queda?
Algunos no lo conseguiremos. En algún momento pondremos pie en tierra definitivamente. Y quizás así, al fin, descansaremos.