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          sábado, diciembre 28, 2002
 
HaroTecglen


Hace cuatro años trabajaba en una agencia de publicidad progresista. Hoy por supuesto ya no existe –hay cosas que no casan muy bien. Mi momento favorito de la jornada era sin duda el almuerzo. A eso de las once salía a la calle y subía unas escaleras –87 peldaños, exactamente- para salvar el desnivel que me separaba del bar. Una vez allí, me entregaba al inigualable ritual; el café con leche humeante, la galleta sumergida, la mano volteando el periódico para comenzarlo por atrás y el radar desperezándose. Los días de suerte me hacía con El País, el Marca y el Faro de Vigo, y el Interviú los jueves, cuando llegaba.


En esa época me enganché a la columna de Eduardo Haro Tecglen.
Me cuesta creer que, siendo antiguo lector de El País, no reparara antes en ella. Seguramente aún no estaba preparado. De él me llegaban entonces varios recuerdos que distorsionaban su fisonomía. Le tenía situado como crítico de teatro –huyamos- y también como padre del malogrado Eduardo Haro Ibars, uno de los escasos escritores beat de nuestros paupérrimos 70’s. El responder al ambiguo nombre Visto/Oído y estar en la sección de televisión tampoco ayudó. A esas alturas ya estábamos hartos de las críticas que se hacían sobre la tv: maniqueas y con poco conocimiento del medio.
Bastó leer una sola para caer en la cuenta de nuestro error. Lo que allí encontramos no tenía nada –en principio- que ver con lo catódico, nos dimos de bruces con las crónicas políticas y sociales, el diario ético, la respuesta atrevida, el giro extremo que necesitábamos.


Al poco tiempo publicó su libro El niño republicano, y ahí tuvimos un acceso claro al personaje. Esa especie de autobiografía apócrifa nos acercaba a un niño feliz y dichoso, creciendo en un entorno libre, culto y sin complejos. Y nos hablaba de cómo ese sueño le era sustraído con el levantamiento nacional, los fusilamientos, el exilio, la dictadura.
Mi ignorancia sobre su trayectoria y obra es extrema, pero algo me dice que esas imágenes, esa sombra sigue siendo el impulso de sus días actuales, siete décadas después. Leerlo es aproximarse a una herida sangrando, a una sima por rellenar, a un dolor eterno.


No le acotemos; hay en él, es cierto, ese lado sensiblero, nostálgico, extemporáneo, cierto tono de sermón, de batallitas. Pero su desencanto le lleva a ser radicalmente lúcido con el presente. Es capaz de mantener una dialéctica tan feroz no sólo con el poder, sino con toda la clase política como concepto, y por extensión con esta nuestra sociedad tardocapitalista porque sencillamente es el único que no se ha movido un milímetro del sitio. Es acojonante. Es de esa clase de gente que no se deja engañar. Lógico. Ha vivido lo suficiente como para ver repetidos hasta la agonía los ciclos de pensamiento, de sometimiento, como para detectar a la distancia cómo la gente se va acomodando, cómo se desmoronan los dogmas, cómo las disculpas van reemplazando a las ideas, cómo todo se acaba pareciendo, alienando.
Al poco entendí porque estaba tan camuflado dentro del periódico. Allí, en la antepenúltima página, en la zona frívola, donde no hay análisis ni pensamiento, están las líneas más libres de El País. Allí no hay connivencia con el PSOE, allí se tiene memoria, allí se recuerda el escozor de esa transición lastrada, allí aún amarga el origen de nuestra democracia pactada, allí se desenmascara a nuestro extraviado orden de cosas, que da amparo a los actuales dirigentes, no ya descendientes, fascistas mismos.
Nadie ha hablado en nuestros medios masivos con tanto audacia sobre temas como el terrorismo, el 11-S (y el imperio americano en general), sobre instituciones como la iglesia o la corona, sobre la hipocresía y la corrupción, sobre la banalidad y la insignificancia. A nadie se le ha hecho más el vacío. ¿Alguien le ha oído?
Él escogió el camino discorde: aquel que conduce, si se es honesto, a estar a cada año que transcurre más a la izquierda. No es tan complicado, los acontecimientos nos van colocando, con su inercia de desastre y desigualdad, en –sino te resistes- el sitio moral que nos corresponde.


Mi abuelo fue preso político. Pasó –creo- 2 ó 3 años en la cárcel al finalizar la guerra. A él, que era un hombre ilustrado y bien situado, se le cerraron todas las puertas. Lo debió pasar tan mal que no quiso que nunca se hablara de ese tema en casa. Temía que sus nietos tuvieran vergüenza de él.
A veces, leyendo a Haro Tecglen, fantaseo pensando que es mi abuelo y me está contando todo lo que no escuché de niño. Y me siento orgulloso.




          domingo, diciembre 22, 2002

 
Muñoz Molina


Hay unas leyes individuales no escritas que indican las razones por las cuales las personas nos caen mal. Unas no nos gustan por cómo son, otras por lo que son, o por dónde están, o por con quién se juntan, o con frecuencia por su pinta. Y luego hay animadversiones forzadas, hasta cierto punto antinaturales, con certeza amplificadas, pero más virulentas que las profesadas sobre nuestro entorno. Es el odio a los que salen en los medios, a los famosos. Todos tenemos nuestra lista negra repleta de gente a la que, sin contacto personal por medio, no soportamos. Músicos, actores, directores, artistas, políticos, presentadores, deportistas, periodistas… la letanía es interminable.


Es fundamental tener una lista de enemigos intachable y algo provocadora. No es tarea sencilla. No se debe incurrir en la crítica o el desprecio de lo fácil, esa gente se cae por sí sola. Se trata de afinar, de apuntar a personas que no despuntan ni por su brillantez ni por su oligofrenia, pero que ocupan invariablemente los lugares de representación arrinconando a otros, con más principios o más orgullo, o más incómodos. Nuestra rabia se dirige a desenmascarar de una vez a los mediocres.


Yo le tengo tirria a Antonio Muñoz Molina.
Pero no en calidad de escritor, sino como persona, como personaje mediático. Y no como autor porque confieso no haber leído ningún libro –supongo que me los imagino demasiado- suyo, el único contacto con su faceta de creador se resume en un par de intentos por leer los artículos que hacía para El País Semanal hace un tiempo, cesados a las pocas líneas por aburrimiento. Aparte de, claro está, los detonantes de mi aversión.
Mi fobia por él dura ya largos años, así que debe de ser cosa seria. Comenzó al abandonar a mitad de proyección Beltenebros, adaptación cinematográfica de Pilar Miró de su novela homónima. Estaba allí, sentado, viendo esa extraña colección de tópicos a la que ponían tan bien, cuando tuve la certeza de que no me interesaba nada. Convencí a mi pareja y nos fuimos. Es algo que no había hecho hasta ese momento y nunca he repetido. Eso y dormirme en La Misión son mis dos mayores logros en cines.
Para entonces –deberían ser los primeros 90- ya había sucedido el boom Muñoz Molina. Todos estábamos familiarizados con la historia de un funcionario de Úbeda que de repente salta a la gloria literaria. Cualquiera puede recitar de carrerilla su sucesión de best-sellers –eso sí, con el marchamo de “calidad”-. Hasta ahí nuestra ira estaba latente, aplacada; era, únicamente, otro más de los escritores que nos proponemos no leer.


Pero la fama como novelista ha traído consigo su omnipresencia en los medios. Es uno de esos prohombres a los que acudir a la hora de la opinión, para conocer sus impresiones sobre acontecimientos culturales, sociales o políticos o simplemente sobre el devenir de las cosas. Esto en concreto es lo intolerable, lo que me irrita de él, y de otros como él (Vargas Llosa, a quién cada vez se parece más, a la cabeza). Es palmario que todo el mundo puede opinar de cualquier cosa, sea o no sea su campo. Pero otra cosa es que deba hacerlo, ahí interviene la sensatez de cada uno, y sobre todo en medios de comunicación, que esté facultado para ello. Tener una opinión formada sobre algo es muy diferente a acumular tópicos resultantes de lecturas apresuradas y/o equivocadas. Entender exige dedicación, confrontación y sobre todo mucho respeto. Tanto como el que nos debe separar, en la mayoría de ocasiones, de exhibir dicho conocimiento en tribunas públicas–por pudor, honestidad y falta de control final sobre el altavoz.


Recuerdo especialmente unos desafortunadísimos artículos de opinión –con tratamiento de fondo, nada de columnitas- sobre arte contemporáneo. Arrogándose asimismo la condición de experto, nada de escudarse en una prudente subjetividad. Cargándose de golpe todo el arte no ya actual sino post y hasta pre-vanguardias, calificando a Beuys como farsante, etc.. ¿Y sus gustos? Francis Bacon, Lucian Freud, Balthus. Cómo nos suena todo. La historia de siempre.
Es entendible la idea extendida del arte contemporáneo como tomadura de pelo entre la gente común, la que no ha tenido acceso a ciertos conocimientos, ciertas claves de educación. En él no. Él, y otros como Félix de Azúa, que repiten ese lugar común que dice que en los últimos 30 años de arte no ha pasado nada acabarán, dentro de otros 30, apreciando lo que pasa ahora. Pasa siempre, la pereza ante lo que nos cuesta trabajo, ante lo nuevo, lo no clasificado y asumido, lo no histórico desemboca en juicio nostálgico. ¿Porqué no son tan severos con la literatura, porqué no sitúan el final de la novela en Proust y Joyce?. ¿Acaso no son ellos representantes de esa supuesta nada actual?


La otra de sus aficiones que aborrezco es opinar sobre el terrorismo en Euskadi. Parece mentira que se tomen las cosas con esa ligereza, que se pasen por alto complejidades, que se quiera tener un juicio tan rotundo sobre una problemática tan diversa e intrincada. Si todo su pensamiento sobre el tema vasco se reduce a cosas tan frívolas como Plenilunio (sólo conozco la película), o a declaraciones como, entre otras, las vertidas en la inefable entrevista de este verano en El País (en el suplemento domingo y a doble página, es decir: el tratamiento más importante de la semana) en la que sólo viendo la foto te imaginabas el resto. Un retrato suyo en –imagino- su casa de campo con todas las señales del nuevo rico, en su facción ex rojo, con esa galanura de “ya estoy aquí, joderos”. Defendiendo a ¡Nicolás Redondo Terreros! y coincidiendo con josemari en, aparte del bigote, desdeñar todos los conflictos sociales por progres.


Como si él no cantara a eso a la legua, peor aún, ha renegado de todo lo que se ha sido.
Debería aprender del sentido del humor de su mujer, Elvira Lindo, que es capaz de asumir su confusión y pérdida de ideales. Y su evidente cambio de vida y amerizaje en otros círculos, costumbres y posiciones personales que invalidan ciertos juicios de valor.




          domingo, diciembre 15, 2002

 
Belén Gopegui


Hay libros que admiramos. De una manera distante, racional. Suponen exotismos, inmersiones momentáneas en otras aguas, en otros mundos. Con ellos intentamos ser eclécticos, ampliar la visión, comprender otras áreas, salir de nuestro mínimo y congestionado cuarto.
Y hay otros que nos atañen, nos interpelan, nos hacen sentir aludidos. Decimos: esto lo he sentido, esto lo he vivido, esto va sobre nosotros. Menos que Cero, de Brett Easton Ellis, En el Camino, de Jack Kerouak, Leviatán, de Paul Auster, Alta Fidelidad, de Nick Hornby, Ruido de Fondo, de Don Delillo, La Conquista del Aire, de Belén Gopegui, o Las Partículas Elementales, de Michel Houllebecq nos han hecho, por una u otra razón, sentir así.
Todos están narrados desde ese arquetipo de posición profundamente personal y en cambio universalista que buscamos. Todos son a la vez sencillos y complejos, strip-tease emocional y retrato generacional, poesía y ensayo, postura política e inadaptación.


Compré La Conquista del Aire por el título y la foto, sobre todo por la foto de Belén. Suelo hacer ese tipo de elecciones, suelo conceder una importancia extrema a la apariencia. A los que nos cuesta relacionarnos tenemos que apoyarnos en esas cosas, desarrollamos ese tipo de estrategias de observación/defensa/ataque. Es una práctica tan frívola como sorprendentemente certera.
No nos equivocamos ni un pelo. Esa novela nos iba como un guante. Pero como un guante de esos de curro, rugosos, de los que dejan marcas y durezas en la piel. Este himno grupal, homenaje a la incomodidad, diagnosis del dejar de ser joven, radiografía de la desilusión y el confort contiene esa serie de coincidencias, afinidades, avisos y decálogos de conducta que se pretenden de un libro, esa experiencia transformadora e ilusoria: la creencia de ser otros tras su lectura.


El otro día proyectaron en la televisión su adaptación al cine, convertida para la gran pantalla en Las Razones de mis Amigos. Su visión supuso esa sensación de extrañeza ya conocida. Extrañas todo: las caras, la ropa, la luz, el ritmo. Estás todo el rato molesto analizando el porqué se ha cargado esto en beneficio de esto otro, va todo demasiado rápido. Es casi imposible ver con agrado una película sobre un libro de cabecera. Deberían prohibirse.
Pero allí estaba ella, junto con el director y la actriz protagonista, en el plató, participando en el pre y post coloquio. La mayoría resultan siempre mal, cargantes de buen rollito y genuflexión hacia los autores, repletos de frases adulatorias del conductor hacia los invitados y de ellos entre sí. Pero éste fue, gracias a su presencia, particularmente denso y con calado. Todos acabaron contagiándose de su presencia, dulce pero no dócil, de esa melena gris que convierte su cara en anciana y niña a la vez, de su pose de no pose, de su normalidad de pija subversiva.
Se defendió de las acusaciones de teoricismo con cosas como “si dedicas diez páginas a hablar de Borges nadie dice nada, pero si lo haces sobre Lenin se te tacha de discursiva”, y cifró su relación con el director, con quien prepara otra película, en su propósito de hacer cine social. Cine social es todo, dijo, y no sólo el que trata de niños, ancianos y clases desprotegidas. Touché.
Porque sobre estos temas hay mucho más consenso, todos estamos en contra de la pobreza, la desigualdad o el maltrato de una manera genérica. Ante estos estereotipos de la miseria todos sabemos cómo ser buenos. Pero en nuestro entorno hay situaciones demasiado reprobables, humillantes y sin rumbo como para dejarlas en silencio. Las relaciones microscópicas de trabajo, amistad y familia contienen más ponzoña de la que puedan absorber los rectos propósitos. No hace falta colocar el visor en ningún sitio externo, periférico a nosotros. Basta con documentar nuestro día a día.


Me gustaría que Los Lunes al Sol tuviera la mitad de ideas que esta mala y desangelada película. Que no nos colocara como observadores de butaca, que las cosas salpicaran un poquito más. Que las dos o tres conversaciones y momentos de verdadera protesta se elevaran e iluminaran al resto, hasta difuminar la convención de lo bien resuelto y hacer desaparecer la sensación de que es Javier Bardem –aunque lo haga de cojones, ese no es el problema- el que está detrás de la barba.
Quizás si no se hubiera retirado la cámara cuando más escocía, si la panorámica hubiera sido menos poética y algo más cabrona, no sería una obra tan unánime, no les sería tan cómodo elegirla para los oscars.




          viernes, diciembre 06, 2002

 
Arde


Un disco de Migala lleva ese título. Al principio parece amanerado y algo tramposo, apoyado en guiños cultistas quizás prescindibles. Pero resiste a la superposición de escuchas, algo hay dentro de él que trasciende los trucos melodramáticos y resabiados, los recursos infalibles. Es uno de los discos que más he escuchado nunca. Consigue lo más díficil: introducirte dentro de él, hacer que te concierna, que te rodee. Tiene ese tipo de halo conceptual, de continuum, que lleva a no poder disgregar canciones sueltas aún conociéndolo de memoria. Escucharlo y sentirse parte de él, protagonista, es algo automático. Es un trabajo en el que sobrevuelan conceptos como el desastre, los accidentes, la pérdida, la ausencia. Pero lo más revelador es ese hilo argumental subliminal, ese sonido –ausente y presente a un tiempo- de fuego crepitando, de brasas consumiéndose.


Un Ruido de Fondo emparentado con el de Don DeLillo y su novela homónima. Es el murmullo de la sociedad moderna, tecnificada. El de electrodomésticos, ordenadores, grupos electrógenos, aires acondicionados. Es un ultrasonido indistinguible porque nuestros tímpanos ya lo han asimilado como propio. Parece estar susurrándote al oído: no hay tiempo, no pares, muévete, no estés sólo, no pienses, produce, continúa. Sin ese zumbido ahora mismo ya no sabríamos vivir, estaríamos demasiado a solas, no nos soportaríamos. En un pasaje de ese libro, los personajes se quedan pasmados, imantados, viendo un incendio. Se –nos- reconocemos presos de una pulsión pirómana. Otro de sus protagonistas es un profesor de universidad que realiza una tesis sobre accidentes.


Un spot actual muestra a la ciudad ardiendo. Fuego saliendo de las ventanas de los edificios, de los coches, siluetas envueltas en llamas. Se trata de una bebida energética que responde al nombre de Burn. Sin duda los creativos subrayan con esa alegoría el carácter flamígero de la juventud, el riesgo y el vivir rápido, y, más que explicitamente, el rollo sexual de estar caliente, la noche y el aguantar el subidón. Coming up. Pero hay otra lectura subterránea, más que agresiva decadente, ¿por qué es tan recurrente hoy esa iconografía? ¿qué coño pasa con las llamas, con el fuego?


Es el espíritu del tiempo, nuestro zeitgeist. Esa especie de post-todo que estamos viviendo. Hay algo en el aire permanentemente ardiendo, consumiéndose. Ahora ya es evidente. Ya no es el típico smog de las ciudades tardomodernas. Ya no podemos pensar seamos nosotros, nuestra perspectiva, el prisma que nuestra edad nos proporciona, el quemado, el abrasado. Es algo que nos excede, algo externo. Ese olor a brasa calcinada, ya sin llama, erosionándose, atomizándose y tiñéndolo todo de negro. Haciendo imposible e ingenuo el optimismo, provocando la arcada, el desánimo, la rebelión. Tiene toda la pinta de final de trayecto, de última estación. De tránsito hacia otra cosa.
Quizá seamos esos últimos representantes de una especie de los que habla Houllebecq.
Si fuera así, encaminemos nuestra existencia para entregar el testigo de la mejor manera posible.