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          jueves, noviembre 28, 2002
 
Arte contemporáneo

Nos decidimos por Bellas Artes con la convicción de apenas un verano. Antes habíamos barajado sociología, filología e incluso años ha, pido perdón, periodismo. Como en tantas otras cosas la certeza se fue construyendo en el camino, pero en aquel impasse estábamos, como siempre, inseguros. El tiempo nos ha concedido la evidencia de nuestro acierto, no porque el arte tuviera en nosotros la latencia de la vocación, más bien porque nuestra trayectoria ha dictado que nos quedaba otro remedio que estar involucrados en esto.


De los cinco años allí, del aprendizaje, la memoria no devuelve ningún corpus de enseñanzas, ninguna plataforma firme, ningún decálogo o filosofía concreta a la cual acudir a la hora de la autoafirmación personal, social o laboral, ni siquiera una lista de artistas favoritos que esgrimir. Tampoco, por supuesto, emerge la figura del profesorado. El 90% de lo que dijeron se lo ha llevado el viento.
El recuerdo sólo encuentra una estructura sujeta con alfileres, un armazón repleto de aire. Más que conocimiento, el retrovisor devuelve apertura, ruptura, contradicción, complejidad. Más que un prisma determinado para ver, un cristal transparente. Mutable, depresivo, firme, orgulloso, idealista y airado: nuestra visión de las cosas.


Hemos asistido a muchos actos relacionados con el arte, a muchas inauguraciones de exposiciones. Hubo un tiempo en que esa pose nos embaucó. Ese era nuestro microuniverso, nuestro contexto, nuestra audiencia. Nos acicalábamos para la ocasión, perfilábamos el atuendo, acentuábamos el esnobismo. Todo lo medíamos en función de su epatancia. Eramos tan impresionables.


Pero el tiempo ha ido apagando, una a una, todas las luces del glamour.
Hace unas semanas se inauguró el museo de arte contemporáneo de nuestra ciudad. Por unas horas todo se detuvo, incluso las obras. Allí estuvimos.
El desapego nos absorbió por completo. La sensación de estar ante un modelo erróneo, agotado, ante todo lo que nos separa del arte, de su caricatura social, de su uso inapropiado, estéril. Nos envolvieron, meridianas, las razones de nuestra disidencia, nos pareció natural y consecuente nuestra incomodidad. En estos recintos no hay teoría, en estos tiempos no hay vanguardia. El armazón está tan hueco que empieza a transparentar. El diseño ha adelantado al arte por vez primera en capacidad de vaticinio. Qué terrible. Todo es tan arribista, todo está tan pulido, tan digerible, tan sobredimensionado.
Ya no encontramos las personas que admiramos en dichos actos salvo de manera accidental, tangencial. Se han ido retirando a las esquinas, como nosotros. Desengañados, rumiando diatribas, escupiendo utopías, conspirando. Asombrándonos por la infinita banalización de todo, por el absurdo. Arte hecho por ricos para ricos, arte como lo acrítico, como testimonio de poder, arte encerrado en una cápsula burguesa impermeable, dandi.


Los artistas de corazón no están allí, ya no son visibles. Quizá ya no hagan cosas. A lo mejor piensan que hay ya demasiados objetos, demasiada definición. Y seguramente en este mismo momento se estén articulando teorías inconcretas, inmateriales. Y haya procesos sociales silenciosos, mínimos. Resistencias mudas. Quizás tengan ya la certeza de que no hay espacio ético para la invención, que sólo es urgente la insurrección. Que todo se cae a pedazos y poco se puede hacer más que inventariar los cascotes y, camuflados, devolver la pedrada.