Desde agosto de 2002



Historial médico

2003/2004
Diagnóstico
Top comments

2002/2003
Diagnóstico
Top comments


Otras voces

as túas balas
diario de genís
diario de maría pilar
efímera
el hombre intranquilo
en mi humilde opinión
indecisión metódica
indiebear
jean-sol partre
jose diego
orballo
the last dance
todonada
willy sifones


Prestige: exigimos responsabilidades



          jueves, octubre 17, 2002
 
Rockdelux


Lo que más he agradecido del especial nº200 de Rockdelux son esas páginas con todas las portadas en pequeñito. Nuestro álbum de fotos, nuestra evolución, he pensado. Mucho más nítidas y clarificadoras que las otras, las reales, aquellas que cuando podemos evitamos, que nos hieren porque creemos nos falsean, no nos representan porque nos sentimos más guapos e interesantes.
Algo tienen esas revistas, ahí juntas, aparte del tufillo a nostalgia, que nos enorgullece. Nuestra gran obra, ese mundo interior simultánea y eternamente en construcción y en ruinas, se ha esculpido gracias a lecturas, canciones y películas que en su mayor parte han figurado en ellas.


La primera que recuerdo es la de Sade. Junio del 85. No sabría decir dónde la ví, seguramente era de mi hermano, inductor y cómplice en todo esto. Por entonces creo que compraba el “Popular 1”, pero la verdad es que daba poco de sí. De un solo vistazo comprobamos que RDL era otra cosa. Allí había conceptos, ideas, tendencias, claridad, riesgo; no sólo clubes de fans y mitomanía. Con todo, y aún sabiendo en nuestro interior esto, nuestra reacción al principio fue de rechazo. Aquel editorial célebre de “Traga quina, Sabina” tuvo la culpa. Iba en contra de todas nuestras certezas. Recuerdo redactar innumerables réplicas incendiarias que no fueron nunca enviadas. En parte por miedo a ser despedazados en la sección de cartas del lector –seña de la casa- y en parte porque, intuíamos, llevaban bastante razón.
Nuestro segundo gran disgusto llegaría cinco años más tarde cuando, ya pensándonos cool, arremetieron con saña contra uno de nuestros grupos de entonces, El Último de la Fila. De nuevo nuestro andamiaje cayó. Pero ese enfado duró menos, y probablemente haya sido el último real. Para entonces ya habíamos devorado una y mil veces inolvidables artículos sobre Felt, Spacemen 3 o New Order. Habíamos leído muy pocos números en ese lapso, pero, resentidos, siempre la teníamos en mente. Releíamos los antiguos entendiendo cada vez mejor sus claves pero con el miedo a abandonar nuestra plataforma segura. Gustos demasiado mayores para nuestra edad, demasiado asépticos, muy poco peligrosos.
Así, a sorbitos, nos fuimos haciendo poco a poco dependientes hasta llegar el especial nº 100, en el que tomamos conciencia de veras y adoptamos con un ingenuo: lo que hay que tener. Quiero ser así, quiero analizar tan bien, quiero tener esa perspectiva, quiero borrar mis prejuicios. Y desde diciembre del 93 hasta ahora hemos sido fieles a nuestra cita mensual.



Hoy, que duda cabe, nuestros gustos son los suyos. Algo de afinidad había ya en esa primera lectura, de críos, mucha otra ha sido construida, cribada, sedimentada.
Con su sentido de la provocación calculada –caminando en el filo con defensas a lo auténticamente comercial, diatribas sobre lo falsamente auténtico. Con su bicefalía asombrosamente armónica –Santi Carrillo, la posmodernidad, el policía malo, el enfant terrible, aquí están mis cojones, y Juan Cervera, el policía bueno, el análisis, la lectura, el criterio, la prosa inagotable. Con un estilo de escritura tan compacto en el que no hay bajonazos –sigo pensando que detrás de muchos nombres hay la misma mano-, con un listón difícil de superar en la prensa escrita nacional. Desde luego, sin competencia en la musical. Recuerdo el carrusel de firmas de todos estos años con la sensación de: cómo es posible que tanta gente escriba tan bien y sepa tanto, de dónde los sacan?. Los clásicos Jordi Bianciotto, Nando Cruz, Gerardo Sanz, David S. Mordoh, los indies Lenore, Llorente o Estabiel, los Joan Pons –chapeau por la sección de cine-, Miguel Martínez o esa maravilla de Juan Manuel Freire. Con ese perfil de crítica que tiene mucho de confesión, teoría, política, costumbrismo, poesía; de esnobismo, pedantería, rabia, afán de trascender, pretenciosidad, ira, emoción, pesimismo e incomunicación. Con ese entre líneas que no tiene que ver con el grupo en cuestión –a quién coño le importa la realidad, o lo estrictamente musical- del que sorbemos el jugo como limones; enseñanzas que hacemos nuestras y digerimos y adaptamos en una cadena sin fin. Con esa épica que dramatiza momentos, discos, canciones, actitudes: la Historia como sucesión de momentos decisivos a la velocidad del rayo.
Con sus innumerables cambios de diseño –atravesando todas las modas: rollo sucio David Carson, rollo techno, cajitas para todo, fotos en trama de bits, el sin diseño helvética, las mayúsculas de la trade gothic, con su mal gusto para la ilustración, -excepto Juanjo Sáez- con sus –en gran parte- prescindibles entrevistas, con sus –nos hacemos mayores, hay que retener el tiempo- repetitivas listas, con sus páginas hechas con desdén, lisonjas a destiempo, amiguismos, amores, odios, compasión, despellejamientos e indulgencia. Con la rutina que siempre acecha.


Con todo, o gracias a, eso, lo cierto es que pasan los años y seguimos dependiendo de ese primer vistazo a la revista, nada más quitar el retractilado, ese primer aroma: un titular aquí, cuatro líneas de allí, aquella foto, cómo ponen a tal… esa ansiedad, ese ponerse al día, ese ser joven, ese radar en marcha, ese algo nuevo, ese están de acuerdo conmigo, esa admiración, ese qué cabrones, ese me estoy perdiendo algo, ese me lo tengo que pillar es el sonido de nuestro organismo.
La búsqueda, la diferencia, la incomodidad, el no estar nunca seguro, los ciclos de auge y decadencia, la energía. Así somos, por eso quizás os leemos. Felicidades.





          domingo, octubre 06, 2002

 
España


Hace unos quince años, durante la retransmisión de la imposición de medallas de una competición europea de atletismo, Gregorio Parra se descolgó con un comentario acerca de que se deberían desterrar las banderas y los himnos nacionales en el deporte, pues no son más que política y a lo que se debería premiar es a las personas, al esfuerzo individual. Todo eso narrado sobre el típico plano fusionado del rostro del atleta y la bandera izándose. Tal arenga anarquista y apátrida en el contexto de una televisión gubernativa –aún en su época más libertina e ingenua, los 80-, nos resonó como un mazazo de procedencia desconocida, una bocanada de integridad. Se la ha jugado, le van a dar un toque, pensamos. Mas hoy –o seguramente por eso, y por lo que se adivina detrás- sigue en su mismo puesto. Durante todo este tiempo al escucharle hemos recordado esa sentencia, y nos lo hemos dibujado envejecido, rencoroso, idealista, imaginando un mundo más justo al atusarse la barba, mientras lee el periódico cada mañana en su despacho pasado de moda de Prado del Rey. Dejando escapar un suspiro por lo que pudo haber sido, por aquel sueño que tuvieron, entre salto y salto de Yago Lamela.


Nuestra visión, como es natural, ha devenido mucho menos pura. Para nuestra generación perdida es mucho más complicado el compromiso, es infinitamente más jodido ser de izquierdas. Nos movemos en una frustrante bipolaridad: de la nítida conciencia de que nunca se cometieron tantos desmanes, nunca se reforzó tanto un perverso estado de cosas, nunca, por tanto, fue más necesaria la rebelión y la resistencia, a la fe perdida en lo colectivo, en el asociacionismo, en las reservas naturales del individuo; sepultado, cansado.
Por todo ello, nuestra revolución no puede ser más que íntima, modesta, poética. Pequeños pasos, invisibles decisiones, anónimas disensiones conforman nuestra trinchera. Nos gusta considerarnos –candorosamente- partículas de arena en el engranaje. Eslabones donde las turbinas resbalan y, por un segundo, todo se ralentiza, el ritmo aminora y todo transcurre cómo a cámara lenta, y a esa velocidad nos reconocemos, recordamos la lógica de las cosas, quedamos retratados.


La progresía actual es ambigua por naturaleza. En su destierro de los grandes discursos, ha de adoptar la contradicción sin subterfugios. Nuestra franja de actuación se reduce al matiz, al gesto. Vestimos de marca pero estamos en contra, razonablemente, de la moda. Trabajamos al servicio de intereses institucionales por dinero, esperando revertir, silenciosamente, esa plusvalía en su contra. Compramos, comemos, habitamos donde nos dictan, confiando toda nuestra insurrección, todo el alcance de nuestro inaudible grito al acierto en la elección.


Quizás por todo ello para nosotros nuestro país, y el resto, se reduzcan a una entelequia. Nuestro patriotismo se circunscribe a todo lo que repudiaba el locutor. A un álbum de fotos, un anecdotario sentimental. A todo aquello que de irracional tiene la pertenencia, el ser de un sitio. A la bandera española izándose, al escudo bordado en el uniforme, al rojo y amarillo en el casco, en el chándal. De hecho, nuestro interés en el deporte se fundamenta en eso. En la vieja épica de la lucha entre países, ciudades, regiones, barrios. Nada más anodino que una competición en la que no haya identificación, partidismo, fanatismo, subjetividad. Sin ese estímulo no le consagraríamos tantas horas de atención, tanto exagerado seguimiento, no habríamos aprendido claves, reglamentos, rituales. No sabríamos a qué se refiere Valentín Requena con "le va a hacer un interior”, o cuando asegura que “tiene un segundo guardado”, o el significado del “ir haciendo la goma” que relata Perico Delgado o lo que es ir al par, un doble bogey o un albatros. Ni la distancia de la línea de tres puntos, ni el tiempo que el portero puede retener el balón, ni el tanteo máximo de la muerte súbita, ni cuando hay que atacar en el 1.500, o porqué el ácido láctico te pasa factura en los 400. Tampoco conoceríamos que los argentinos se las saben todas, que los italianos son competitivos, que los partidos en Grecia son un infierno, que la Fiba está corrupta, que los alemanes son muy fiables e incansables y los rusos un poco zumbados. No habríamos visto a Guillermo Vilas, Miroslav Mecir, Jimmy Connors, Yannick Noah o Sergio Casal, ni a Bernard Langer, Sam Torrance, Ian Woosnam o Nick Faldo, ni conoceríamos a John Pinone, Anicet Lavodrama, los hermanos Arcega o Chicho Sibilio, ni vibraríamos con Domingo Ramón, Sebastian Coe, Steve Ovett o Antonio Corgos, o con Lale Cubino, Marino Lejarreta, Gianni Bugno o Tony Rominger. Tampoco nos sonarían Luca Cadalora, Champi Herreros, Jorge Martínez Aspar o Keke Rosberg, Niki Lauda y Adrián Campos. No nos sabríamos al dedillo todas las alineaciones durante las últimas 20 ligas, y, por supuesto quién sería capaz de aguantar una selección de fútbol tan desastrosa como la nuestra, tan insegura, caótica y poco conjuntada de la que no se le recuerda un buen partido, o el control de la situación y la jerarquía que se le supone, que acaba refugiándose invariablemente en chispazos, carámbolas o confabulaciones arbitrales para digerir su fracaso.


Imaginemos ahora todo eso sin dorsales, sin gentilicios, sin colorido, sin mercadotecnia. La nada.


Quizás toda esa ligereza resuma, concentre el moderno nacionalismo. Porqué ese no reconocimiento del origen, porqué ese cool no ser de ningún sitio. Qué absurdo negar que una fuerza emana de lo más profundo cuando vemos nuestros colores, escuchamos el himno, cuando la cámara enfoca, uno a uno, a nuestros jugadores. Que nos aflora la lágrima, se nos revuelve el estómago. Que nuestro sentimiento de pertenencia se refuerza y nuestro orgullo nacional palpita, a pesar de la vergüenza. Somos de aquí, aunque nos duela. Todos diferentes, todos iguales.