Sentirnos mal se supone que es malo. Pero nos gusta porque nos hace mucha compañía. Por eso solemos hacerlo. Es algo inherente a nosotros el dejarnos llevar por la depresión, el no frenar la decadencia. Nos parecería estarnos perdiendo un estado de ánimo auténtico, característico, nuestro. Porque nuestra misión, nuestra penitencia en este mundo es, meridianamente, sentirlo todo. Estar permanentemente alerta, en carne viva, asaeteados por el devenir de las cosas, las minucias cotidianas y los grandes sucesos, que equiparamos mediante nuestra tendencia a dramatizar. Sólo determinados narcóticos –algunos de ellos tratados en esta serie- anestesian esa hipersensibilidad agotadora.
Pero de ese estado enfermo, causante de unos años púberes aturdidos y olvidables, hemos hallado virtud. Ya no nos enfurece la tristeza, ya no luchamos contra el decaimiento, simplemente nos abandonamos, nos hemos hecho amigos de él. Hemos aprendido que, paradójicamente, nos hace más libres, más sujetos, menos otros. Así, cuando avecina tormenta, no corremos a resguardarnos. Preferimos sentir la lluvia, porque confusamente pensamos que es un mensaje que debemos comprobar.
La tristeza contiene todo un arco de sentimientos, todos de una definición nítida e hiperreal. No es como la alegría, que tiene todo de ajena, pasajera, inasible y colectiva.
Pasarlo bien no existe, sentirse bien tampoco, al menos mientras se produce. Ese tiempo nunca es consciente, ese sentimiento no es palpable, registrable, sensorial, físico. Todo eso, todo lo connotativo, la construcción de ese ánimo, es siempre posterior, porque en los acontecimientos “positivos” desaparecemos, no tenemos peso, nos diluimos. Es un tiempo siempre pasado, del recuerdo.
Porque la vida, la vida real, es triste. Cualquier intento de análisis y reflexión sobre ella nos conduce a bordear esa idea. Más que triste rara, indomable, imposible de entender. Nos pasamos el tiempo intentando abordarlo, sujetarlo, rebobinarlo y visionarlo a cámara lenta, sin resultado. Ese fracaso nos supera, ese desarraigo nos marca.
Por consiguiente, todo el gran arte se basa en esto. ¿Qué tienen las obras tristes que nos llegan más, nos parecen más ciertas, mejores? En la incomunicación de los cómics de Adrian Tomine, en la furia de Rosetta, en la indolencia de Bienvenido a Los Ángeles de Alan Rudolph, en lo incontenible de Selma en Bailando en la oscuridad, en el lamento de Red House Painters, Palace, Tindersticks, en esa forma de decir “times of disaster” de Migala o en la lucidez casi nihilista de Houllebecq nos sentimos irremediablemente imantados, identificados, involucrados. Es la presencia de la verdad la que nos conmueve. Es lo no adulterado, lo “natural”, lo no arreglado, lo dejado caer. Lo sencillo, lo documental, lo normal. Se diría que en la pena, en el dolor hay algo común, algo que acoge, una ¿calidez? que nos arropa, nos concierne. El descubrimiento de la afinidad, la emoción de compartir, la identificación de temores y complejos con las de otros suponen una sensación de compañía, un ahuyento a la soledad de tal certeza que convierten a estas obras en nuestro pequeño tesoro, aquello que ocupa el centro de nuestro corazón. Refugiarse en ellas es un hábito considerado algo pernicioso, negativo, a superar, amordazable. Quizás. Pero si todos nos sintiéramos, como sus protagonistas, durante parte del día algo mal, inseguros, con mala conciencia, melancólicos, con sentimiento de culpa, si todos dejáramos salir, si aireáramos nuestros fantasmas con frecuencia y no ocultáramos nuestras contradicciones, esas vergüenzas que creemos incompartibles, nos sentiríamos sin duda liberados y empezaríamos a perder el miedo a nosotros mismos.
Pocas costumbres más perniciosas para la vida en pareja que el aparato de televisión a los pies de la cama. Se suele colocar con ingenuidad, sin la menor precaución. Quizás movidos por un cándido deseo adolescente inducido por aquellos protagonistas de pelis high school de los 80 que, como Andrew McCarthy o Molly Ringwald, devoraban incansablemente la MTV en él. O por ese espasmo de nuevo rico que usa todo lo que le da la habitación de hotel. El caso es que al tener, finalmente, nuestro sitio, decidimos aprobar esa asignatura pendiente.
Después de lo vivido convendremos que es un error. Los que, obviando todas las cautelas, la pusimos un día, sabemos que jamás seremos capaces de prescindir de ella. Tal es la naturaleza de la dependencia: ves su fuerza aumentar mientras tú te haces cada vez más débil. Por el camino habrán ido evaporándose salud física (horas de sueño, más stress), mental (televisión nocturna y constructiva suelen ser antónimos) y una convivencia normal en el final del día (buena comunicación, cariños varios y vida sexual frecuente).
De buena parte de nuestro insomnio tienen culpa los late-shows. Ese género perverso que, inventado –cómo todo lo perverso- en América por gente como David Letterman fue introducido aquí por el inefable Pepe Navarro, copiando uno a uno los estilemas del formato, hasta el atrezzo -taza, micro retro y foto de skyline. Curioso el caso de este hombre, siempre asociado a la basura. Entonces con el Missisipi y ahora con su conducción –extraordinaria- de Gran Hermano. Proverbial su facilidad para caer mal. Por todo ello estamos con él.
Para redimir el género llegaron Crónicas Marcianas y Javier Sardá, que tiene la virtud contraria: haga lo que haga no puedes odiarlo. Posee la simpatía. Por ello nos da rabia.
De Sardá, personaje de cierto –sociata- culto, se esperaba dignificara la noche con un decálogo de honor: básicamente incidir en lo contrario de Pepe Navarro; no tetas, no crímenes, no miserias, no morbo. Todo ello con ese touch-izquierdamente-correcto-grupo-prisa. Tras un principio digno –e incluso brillante, había mucho trabajo detrás- basado en entrevistas a personajes de actualidad cultural, con una vis cómica muy acertada, y detalles estéticos actuales: uniformes, mobiliario, atrezzo, cada temporada nueva se ha ido sumergiendo más en el lodo de la inmundicia. El humor se transformó en zapping (que da menos curro), las entrevistas en corazón y los debates, secciones y actuaciones en tías en pelotas.
Todo va empobreciéndose día a día delante de un Sardá, que, misteriosamente, sigue manteniendo su aura. Las mayores miserias transcurren en su mesa –mofa de disminuidos, manipulación de datos, colaboraciones fascistas, machismo exacerbado- mientras hace la comedia de que no opina, de que no va con él, de que a él no le alcanza la mierda. Haciendo ese misericordioso gesto a la cámara de “animalitos”. Es, como diría Belén Gopegui, una de esas personas inteligentes que se divierten viendo lo mal que va todo. Precisamente por eso, por ser inteligente y provenir de otro estrato, hace mucho más daño su cinismo. Porqué alguien de su bagaje de izquierdas acaba teniendo bufones (pozí, tamara, galindo) en sus fiestas como el peor de los señoritos, porqué alguien alaba el proceso contra Pinochet y a la vez le dedica meses de su programa a popularizar a Laura, conductora del programa más inadmisible posible y colaboradora estrecha de Fujimori. Una vergüenza a la que se suma el cada vez más aborrecible Boris Yzaguirre como mano derecha. Personaje que nos convenció a todos en su papel de escritor que baja al mundo rosa y traduce, descontextualizando posmodernamente, todas sus andanzas, que analiza distanciándose, hace tiempo que no recorre el camino de vuelta. Fascinado por ese mundo de glamour idiota, dinero hortera y representación, decidió emular el viaje que hicieran Truman Capote, Andy Warhol o Bret Easton Ellis. Pero al contrario de ellos, él ha quedado atrapado, ha pasado a formar parte de todo lo que fue cronista. Como el tonto de Jaime Bayly. Ya no hay dudas, uno puede jugar durante un tiempo a ese acercamiento al poder y creerse moderno, pensarse inmune, sentirse libre. Puede ser amigo de Isabel Preysler, Miguel Bosé y Alejandro Agag, decir que el Hola! es lo más o poner a Julio Iglesias en el cd-car, y pensar que se está por encima, a salvo de la porquería, que es sólo una maniobra consciente. Pero el tiempo delata; cuando se asiste a determinados sitios, cuando se habla con determinada gente, cuando se está presente en unos cenáculos y no en otros. Y sobre todo, cuando tu obra no se despega ni un milímetro de aquello que supuestamente repudias, la representación ha acabado. Ya no se es un personaje de frivolidad transgresora, eres el dandi acomodado y pelota, que se apedorra por el dinero.
Al final, y casi sin pretenderlo, el personaje más revelador y auténtico (si eso es posible) del programa es Coto Matamoros. Un camorrero ¿ex?yonqui, un vividor no encubierto que sí es capaz de estar dentro y fuera. Al contrario de Boris, él no adula con sorna, no es el personaje que juega a descender a los infiernos de lo banal, él forma parte del circo y vive, declaradamente, de él. Pero posee una visión mucho más descarnada y real del asunto. Una visión realmente negativa, no esa fascinación tan gay por la baja cultura y la alta sociedad. Él también iría a cenar con Carolina de Mónaco, pero intentaría no pagar la cuenta.
Leemos en una entrevista que Sardá sólo opina de su programa en términos técnicos, fríos. Es impecable, es muy difícil hacerlo a diario, hay nosecuánta gente detrás… Y pasa de puntillas sobre las acusaciones de basura con un “es puro entretenimiento, no se pretende nada más”. Qué caradura. Cómo si en el entretenimiento cupiera todo, cómo sino tuviera leyes, cómo sino fuera educativo. Cómo sino supiera perfectamente que cada noche, al sentarse en su mesa, está agrandando nuestra capacidad de admisión de mugre, está multiplicando lo superfluo, y así hasta el infinito.