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          jueves, agosto 22, 2002
 
Las canciones del verano

Para nosotros, los que nos preciamos de modernos, la música es una de las más precisas maneras de afirmar la personalidad (a ser posible sobre las de los demás). Así, nos afanamos en la construcción de un perfil de gustos inatacable, alternando discos íntimos con coyunturales, equilibrando lo raro con lo asequible hasta tener (o parecer tener) un conocimiento de campo sobre lo que acontece en el mundo de la música. Sí, somos de los que pensamos -como Nick Hornby- que nuestra discoteca antecede a nuestros actos. Es lo que salvaríamos de un incendio.
Pero entre las rendijas de esa pose, más real que impostada pero pose, que incluye a Hood, Boards of Canada, Experience, Tarwater o Nacho Vegas, entre otros pata negras de la crítica, se cuela una afición inexplicable que no sabemos cómo distraer y frecuentemente desestabiliza nuestra conciencia. Un afecto por la música más banal, por la quintaesencia de lo superficial, las canciones del verano. Jamás osaríamos contaminar nuestro impoluto comedor con recopilatorios -palabra maldita, junto a disco en directo-como “Disco estrella”o “Caribe Mix” pero, reconozcamóslo ya, cómo los agradecemos en programas, emisoras y sobre todo, en fiestas y celebraciones.


Todo debió comenzar en nuestro despertar a la juventud levantino: allí, en la cultura de la fiesta, el sustrato del exceso penetró en nuestro balbuceante perfil. Viernes, sábados, domingos (y algunos jueves) de interminables veranos de cuatro meses transcurrieron en chiringuitos a orillas del mediterráneo, donde nos mecimos al son de los ritmos de moda que cada año nos traía. El guión de esas veladas era siempre el mismo: cervezas y cubatas, cigarros (de tabaco y de los otros), frustrados contactos y una permanente insatisfacción que sólo la música conseguía paliar. “El camarero está leyendo el as con avidez” cantábamos y repetíamos, incansables, la coreografía: nos subíamos el cuello de la camisa o el polo y hacíamos con la boca un cero como Jaime Urrutia, berreábamos alguna de Alaska, Los Rodríguez, Radio Futura o aquel “me estás dando mala vida” de Mano Negra, pero sorprendentemente para nuestra ideología rockista, sólo nos dejabámos de veras llevar, sólo nos sentíamos flotar algo más tarde, cuando sonaba la verdadera horterada: Los Manolos, aquellos del “guantamericonsum… sopa de caracol!”, Rick Astley, Tino Casal, Milli Vanilli, London Beat o aquel inmarcesible popurrí de canciones brasileiras que aprendimos fonéticamente: eeee, meu amigo sali, oooooo, eee meu amigo sali, sali bao / oyeyé, olalá, guacarun vosé, guacarun vosá / aliana, aliaaaana…. Sólo entonces llegaba el irrepetible momento del highlight, un subidón sabiamente conducido desde los platos por el pincha (aún no dj) que solía desembocar, con la muchedumbre entregada, en el inmortal “Ritmo de la noche”. A merced de su encantadora mezcla de lenguas (en medio del inglés soltaban hechizantes “belissima”), y de su hipnótico estribillo “ritmo, ritmo de la noche” alguna madrugada cerramos los ojos mientras dábamos vueltas y saltos y vimos una constelación de estrellas, esas que echábamos en falta en una adolescencia eterna e inacabable.

Desde entonces nuestros hábitos, necesariamente, han cambiado, nuestra vida es otra. Pocas oportunidades hay de saltarse el guión y parecer algo salvajes, pero cada año, con la llegada del sol, continuamos adoptando los himnos de la temporada como nuestros. El venao, La bomba, Coyote Dax, Ave María, La mosca, Viiiiva, vi-va el amor, Mayonesa… todas nos parecen extraordinarias por un momento, todas nos enganchan, todas cantamos. Demasiadas para ser casualidad. Probablemente lo que más apreciemos de ellas es su falta de pretensión. Es otra muestra de nuestro gusto por lo sin filtro, lo crudo. Son fruto de un instante, celebraciones de la vida elaboradas para parecer que no lo están, para fluir ligeras y sin ataduras, repletas de estímulos subliminales que nos anegan. No van de otra cosa, no son hipócritas, hacen bien su trabajo. Al contrario de otras músicas, vendedoras de humo más elementales de lo que prometen, éstas conectan con la energía más profunda y tribal, con aquellas zonas que por no racionales tememos, nos molestan, nos hacen perder el control. Ese control que creemos salvoconducto de nuestro atractivo e interés. Lo que más nos descoloca es que solemos pensar que estas contradicciones desenfocan nuestra militante coherencia, nuestra independencia constructa, repleta de hallazgos y terrenos conquistados, deudora, por mímesis, de tantas referencias ajenas que, por empatía o envidia, hemos fagocitado y hoy componen nuestra esencia. ¿Lo hacen?.
A menudo hemos pretendido autoconvencernos de que el acercamiento a estos hits no es otra cosa que una faceta más de nuestra ironía posmoderna, un guiño snob, una estrategia calculada de falta de prejuicios. Pero, aunque hemos usado con frecuencia este distanciamiento cínico, lo cierto es que esta música lo traspasa. Será que nos recuerda la sintonía de un mundo feliz, animal y liberado donde tendrían cabida algunos de nuestros más indómitos sueños. O quizás contenga la ilusión de fraternidad, quizás mientras suena rompamos nuestras barreras y abramos nuestra habitación de par en par, y ésta se llene de gente y nos sintamos por un minuto iguales y afines a ellos, y no hagan falta escudos. Es sólo que en un rinconcito de nuestra burguesía todavía anida, latente, el embrujo del, como cantaba Ciudad Jardín, beber y bailar.




          sábado, agosto 17, 2002

 
Gran hermano

Han sido tres años de vértigo los pasados junto a gran hermano. Desde el shock inicial, con todo un país paralizado, pasando por el valle del segundo año y llegando a la consolidación de éste, donde nos dimos cuenta de que nos gustará siempre, dure los años que dure. Porque hay algo inasible en ese programa, algo tan poco televisivo y ficcionable como la realidad, que consigue llegarnos por debajo de tramas, personajes y desarrollos más o menos absurdos e infantiles, como no lo hace ningún otro. Por debajo de esa repelente máquina de famosetes, polémicas construidas e himnos del verano nuestro paladar detecta el gusto por lo no cocinado, por lo crudo (la mayor de nuestras preferencias, como se verá en otros capítulos). En gran hermano no se proponen tipologías excesivamente concretas (es más, muchos de sus concursantes son sorprendentemente poco ajustables a un patrón) y de poco sirven las estrategias porque en un concurso tan largo hay, al cabo del día, como en la vida, montones de decisiones donde tu personalidad queda al descubierto y es imposible fingir (al menos completamente), donde lo que está en juego es el carácter. Lo de menos es quién gane o pierda, o quién pase a la final. Lo que a la gente no se le pasa por alto es que ahí, en la pantalla, se está librando una batalla muy similar a las suyas y, sobre todo, que de ellas extrae conclusiones equiparables pues, al contrario de las teleseries, aquí no hay guión. No hay elipsis ni orden en los diálogos ni, sobre todo, previsibilidad. Ese pedazo de vida en directo que subyace bajo las normas del programa y su evidente dramatización de la convivencia es lo que engancha porque asistimos a lo inagotable, al misterio de lo cotidiano. Una mirada, una contestación, la seducción (sin idealismos), el patetismo, las jerarquías, afinidades e incompatibilidades, incluso algo vedado en televisión, mostrar el aburrimiento: fascinante microuniverso que exploramos con una lente de alta definición. Inquietantes momentos de verdad cercanos al cine que nos gusta (en el que no pasa nada), ese que no nos impone arquetipos imposibles de imitar, causantes de vidas depresivas e insatisfechas: el ilusionismo. Los mejores momentos de gran hermano no han sido los preparados para ello, los tradicionales clímax y desenlaces de toda narrativa, sino esas chispas sin avisar, esos intercambios y escenas irrepetibles y esos instantes inesperados de una intensidad a los que desde la ficción no se puede llegar.
Toda la pornografía, falta de ética y moral del hecho de encerrar a unas personas en una casa y observarlas es palmaria, pero, como poco, el juicio moral es complicado. En cualquier caso, noticiarios, teleseries, talk-shows, spots y casi cualquier cosa en t.v. ofrece reduccionismos mucho más perniciosos que gran hermano. Por no hablar de operación triunfo, formato infinitamente más fascista y alienante e incomprensiblemente enjuiciado como la versión de calidad de esos programas. Una construcción de ganadores bajo pautas importadas (norteamericanas) y cánones retrógrados, con consecuencias devastadoras e insolubles (en muchos años) para la cultura musical del país. Un universo donde los héroes son los horteras de toda la vida: los nuestros, los sudacas y los yanquis, y eurovisión y los 40 el barómetro de la calidad. Personas cinceladas al milímetro para exudar banalidad, falta de compromiso y equivocada frivolidad. Lo peor.
Es precisamente uno de los puntos más criticados de gran hermano, el que los concursantes no tengan habilidades concretas, y el que no se les oriente a tenerlas, su gran activo. Y ahí es donde más se nota su origen europeo respecto a sus imitadores, henchidos de ese aberrante sentido de la superación y el sacrificio gringo, de esa lima de imperfecciones que convierten a la persona en un doble de muchos, en un igual. Propongo una última prueba de su paso por los campos de concentr…, digo academias: cirugía estética a imagen y semejanza de sus ídolos.
Gran hermano, en su lugar, con todas sus miserias y convencionalismos, es infinitamente más libre, más complejo. Al margen de lo dirigidos que estemos los espectadores por la dirección del programa, que nos induce y perfila a favor de unos en detrimento de otros, su generación de fobias y filias es apasionante e inagotable. Todos preferiríamos otro tipo de concursantes, más de otra manera, más ¿cómo nosotros?, pero aún así la maquinaria de identificación con tipos muy poco afines es sorprendente. Bastan pocas semanas para captar en ellos virtudes que apreciamos, agrupamientos que alabamos o ademanes que nos alertan, gente de cara y gente con doble cara… en fin, no tendríamos que avergonzarnos de ser de uno o de otro, e implicarse hasta celebrar las salidas de unos y los triunfos de otros, o participar en la guerra de caracteres desde la pasión y la subjetividad. Al fin y al cabo está íntimamente ligado a saber leer entre líneas, escoger tus amigos, calar a la gente de lejos en el trabajo o no fiarse de las buenas palabras. A ponerse alerta, a entregarse, a ser cotilla o sincero, a ser abierto, distante y medirse. A la vida en sociedad.